L. López-Baralt – La poética del silencio

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por Luce López-Baralt


Y sigo tejiendo una urdimbre de palabras
siempre renovadas
tan solo para ocultarte
(Annemarie Schimmel)

“¿Qué podría decir [acerca de la experiencia mística?] No quiero construir más muros en torno a ella, no sea que quede afuera del todo” (Merton 1996:127). Thomas Merton se une a la queja inmemorial de todos los místicos: el lenguaje es insuficiente para dar cuenta de lo ocurrido en la cima del alma más allá del espacio-tiempo. La dificultad comunicativa inherente a ciertas experiencias cúspides es palmaria, como nos recuerdan los filósofos del lenguaje, desde Platón hasta Ludwig Wittgenstein, pero se potencia al máximo cuando se dirime el ensanchamiento infinito del alma al momento del abrazo ontológico con Dios. Es imposible traducir un trance suprarracional a través del instrumento limitante del lenguaje. De ahí que muchos místicos, como la Madre Ana de Jesús, destinataria del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz, hayan reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis que acontece sin mediación alguna.

Pocos escritores han asumido la derrota verbal inherente a la experiencia extática con la lucidez de San Juan de la Cruz. El poeta se sintió abrumado por la naturaleza ininteligible del trance que le sobrevino y se queja una y otra vez del intento fallido de comunicar aquello (CB 38,9) que expermentó en otro plano de conciencia. Tan solo le queda claro que la experiencia abisal es indecible: “del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería que ello es menos si lo dijese” (Ll 4,16)[1].

[1] Advierto que siempre cito las obras de San Juan por López-Baralt y Pacho 1991/2009/2016.

La vivencia fruitiva del Dios vivo desafía el entendimiento humano: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al […] entendimiento, y así es incomprensible […] al entendimiento; y por tanto, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando (Ll 3, 48). En la Noche oscura (II, XVII, 3) el poeta insiste en la insuficiencia del lenguaje ante la vivencia sobrenatural:

Como aquella sabiduría interior […] no entró al entendimiento envuelta […] con alguna […] imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa […] no saben […] decir algo de ella […]. Bien es a sí como el que viese una cosa […] cuyo semejante […] jamás vió, que aunque la entendiese y gustase, no la sabría poner nombre ni decir lo que es, […]  y esto con ser cosa que la percibió con los sentidos; cuanto menos, pues, se podrá manifestar lo que no entró por ellos.

El poeta autoriza su afasia mística con una cita de Jeremías “cuando, habiendo hablado Dios con él, no supo sino decir a, a, a” (Noche II, xvii, 4). Como aquello “por palabras no se puede explicar”, San Juan admite que en el prólogo a su “Cántico” que habla en “dislates”—es decir, “disparates”, como otrora había hecho Salomón en los misteriosos Cantares. Cuando se habla en “dislates” lo único que se hace es apuntar, balbuceando, hacia una experiencia abisal, sin llegar a comunicarla. La inefabilidad es inherente a la alta contemplación: el alma “echa de ver cuán […] cortos [e] impropios son todos los […] vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas” (Noche II, xvii, 3).

El raciocinio no puede traducir la vivencia directa de Dios. Los sentidos, tampoco: “no lo saben ni lo pueden decir, ni tienen gana, porque no ven cómo” (Noche II, xvii, 4). San Juan reitera la deseabilidad de optar por el silencio en la Noche: “En aquel aspirar de Dios yo no querría hablar ni aun quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería menos si lo dijese […] y por eso aquí lo dejo” (Noche II, xx, 4).

Entre líneas, el Reformador aconseja el silencio como la opción más sensata ante la tarea de comunicar lo vivido más allá del espacio-tiempo: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene” (LB 2,21). Y callarlo el que lo tiene. No olvidemos las palabras del poeta, porque a respaldar su lucidísimo aserto van precisamente dedicadas estas páginas.

Paradojalmente, San Juan de las arregla para homenajear el silencio en el “Cántico espiritual». Pero un poema siempre es un constructo verbal, por sublime que sea, y ya sabemos que el poeta ha advertido lo desvalido que es el lenguaje ante la vivencia mística infinita. Con todo, intentaré rastrear esos altísimos versos del “Cántico” que homenajean el silencio, y que me parecen los más sapientes de toda la poesía de San Juan.

[2] He explorado a fondo los misterios de este poema en López-Baralt 1998/2016, y su relación con la literatura semítica en López-Baralt 1985/89 y López-Baralt 2003. 

[3] Me hago eco de una frase que Ferdinand Padrón usa en su ensayo: “La corporeidad de los sujetos líricos del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz” (en: Repensando la experiencia mística desde las ínsulas extrañas (Luce López-Baralt, ed., Madrid: Trotta, pp. 451-478 ).

El “Cántico”, heredero de los deliquios de amor del Cantar de los cantares[2], describe cómo la esposa se lanza, disuelta en una ráfaga enamorada[3], a zaga de su Amado. Buscando a quien más ama, la protagonista poética sobrevuela espacios ignotos, que parecerían írsele disolviendo mientras los mira desde lo alto, sin realmente hollarlos. Después de evadir majadas, oteros, montes y riberas, y tras interrogar sin fortuna a los pastores, a los bosques y a las espesuras por el paradero de su Amor, la emisora de los versos se detiene de súbito ante una fuente de aguas plateadas. Y expresa, exaltada, un extraño deseo:

¡Oh cristalina fuente!
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados! 

Ha anochecido en la extraña égloga pastoril sanjuanística, porque la luz plateada sobre el agua de la alfaguara delata el brillo de una tenue luz lunar. La ruptura del poeta con la estructura de la bucólica clásica, cuyos cantos se silencian al atardecer, tiene pleno sentido en su nuevo contexto místico: en este instante debe anochecer simbólicamente porque los sentidos de la protagonista se anochecen. Las secretas transformaciones del alma se dan más allá del umbral del mundo corpóreo, que queda a ciegas. 

El peregrinar de la viajera ha cesado, ya que se detiene para reflejarse en el espejo de la fuente. La Esposa tiende su mirada ahora en el manantial, que tiene el cromatismo iridiscente propio del estado alterado de conciencia. En esta extraña escena nocturna los prodigios se suceden: cuando la enamorada se mira en el manantial, se enfrenta a una sorpresa descomunal: no ve su rostro. Ha perdido su identidad y su bulto corpóreo, que las aguas de la fuente no lo reflejan. San Juan subvierte el mito de Narciso, que se miró en las aguas y se enamoró de sí mismo: aquí la protagonista se va a enamorar de sí misma—pero con todo derecho—pues está en proceso de transformarse en lo que más ama. El poeta comienza, ya desde aquí, a emprender la ardua tarea de sugerir algunas nociones fundamentales del éxtasis transformante.

El manantial encendido, que se niega a dibujar el rostro de la esposa, le devuelve en cambio unos ojos. Parecería que son suyos, pues los lleva dibujados en sus entrañas, pero a la vez son los del Amado, que desea encontrar al fin experiencialmente. Advirtamos que expresa su anhelo usando el “si” condicional: si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados… La esposa aun no posee esos ojos: todavía le son unos ojos deseados. San Juan pinta de manera magistral el deseo, la intuición de lo que está a punto de sobrevenirle a la Esposa: los ojos que le devuelve la fuente por anticipado son simultáneamente de él y de ella, ya que, aunque parecen ojos ajenos que flotan sobre las aguas, donde están grabados es en las entrañas de la que se mira en el manantial, “grávida de una mirada”, como dejó dicho con delicadeza José Angel Valente. 

La fuente reveladora es el espacio—el espejo—de su propia identidad. Fons sellata había llamado el Amado a su Sulamita en los Cantares (4,12), y La Esposa del “Cántico” es, a su vez, ella misma la fuente, porque el espejo nos devuelve siempre nuestra ipseidad. Inesperadamente, el ansioso ¿adónde? que inaugura el poema se nos comienza a contestar. ¿Adónde te escondiste, Amado? La respuesta es sobrecogedora: “En mí misma”. En este preciso instante el espejo nocturno alecciona a la Esposa acerca de los límites de su propia identidad, y le permite descubrir que su Amado estaba todo el tiempo en ella misma. The kingdon is within, había dejado dicho Alfred Lord Tennyson, que no es otra cosa que el inveterado In interiore hominis habitat veritas agustiniano. El narcisismo de la amada no era pues peligroso, pues fue capaz de trascenderlo para pasar del ego al yo compartido con Dios: el solemne misterio del Unus / ambo.

La protagonista del “Cántico” mira pues los ojos en la fuente, que parecen estar simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencias entre ambas miradas espejeantes que se auto-contemplan. La protagonista intentaba contemplar a Dios en la alfaguara y termina contemplándose a sí misma en Dios. Como apunta Michael Sells en otro contexto: “vision has become self-vision” (“La visión se ha convertido en autovisión) […] En ese momento es cuando ocurre un cambio de perspectiva: en vez de tratarse de la contemplación humana de lo divino (una relación de sujeto-objeto) lo divino se revela a sí mismo dentro del corazón del místico” (Sells: 1994: 121 y 131). San Juan explica la experiencia de la extinción del ego en sus glosas: “Es verdad decir que el Amado vive en el amante, y el amante en el Amado […] cada uno es el otro y […] entrambos son uno por transformación de amor” (CB 12,7). En estudio aparte (López-Baralt 1998/2016) me he ocupado de la compleja intertextualidad literaria de la fuente nocturna, pero aquí nos importa considerar lo esencial de la escena: ha quedado tan solo una mirada encendida flotando sobre las aguas de la fuente. Al menos, así lo anhela la esposa.       

Insistamos en lo que la amada suplicó a la fuente de su propio ser: “Si en esos tus semblantes plateados / formases de repente los ojos deseados…”. El condicional “si” y el adjetivo “deseados”, como adelanté, nos dejan ver que la Esposa intuye la unión, pero no ha llegado aun a ella. La escena es desiderativa: estamos en la antesala de la unión transformante. La esposa desea que los dos luceros plateados que brillan simultáneamente en la fuente y en lo hondo de su ser sean de verdad los del Amado, no sólo los suyos propios. San Juan aún no ha descrito el éxtasis: se ha limitado a comunicar el deseo del éxtasis.

Pero en la próxima lira ocurre un vuelco poético inesperado. La protagonista, saliendo de su ensueño contemplativo, exclama de repente: ¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo! Los ojos deseados se han salido de la fuente argentada, cobrando vida propia. La línea divisoria que separa al alma de Dios es sutilísima—como todo místico sabe—y acaba de romperse. Ya la escena no es desiderativa, sino que se nos comunica como un suceso real: una cosa es ver los ojos reflejados en la alfaguara, y muy otra verlos frente a frente. Podemos ver el sol reflejado en el agua, pero si lo miramos directamente nos ciega. La Esposa teme pues cegarse ante la Luz de estos ojos que ahora son brasa viva. Hemos pasado del deseo a la certeza, de la fe al éxtasis. Como dejó dicho Egidio di Assisi: “ví a Dios tan de cerca que perdí la fe”.

Es tal el impacto de enfrentarse a esos ojos que la hacen salir de sí, que la protagonista pide misericordia: ¡apártalos, Amado, que voy de vuelo! Avertere oculos tuos a me, quia ipsi me avolare fecerunt, había gemido la Sulamita a su esposo (Cantar 6,4), pero la aniquilación del ser que intuye la Esposa juancruciana es mucho más honda. El vuelo que emprende no es el vuelo ansioso que llevaba antes en su camino de búsqueda, rielando presurosa sobre el mundo creado: ahora ha adquirido alas para ir a Dios sin intermediarios. Hemos llegado a la unión transformante, a las nupcias ultramundanas del alma con la Divinidad.

En este momento en cúspide del poema las perspectivas se invierten y el espacio-tiempo se anula. La Amada ha anunciado a su Esposo que “va de vuelo” pero ¿cómo va a volar hacia esos ojos, si los ve hundidos en la fuente profunda de su propia ipseidad? Hay una súbita simultaneidad de direcciones: la amada vuela pero no hace otra cosa que hundirseen la fuente de sí misma. Allí encontrará, como Narciso, la muerte, pero la muerte del ego no será para ella la extinción del ser, sino la transmutación del ser. El espacio, la dirección y las perspectivas colapsan: la Amada no traza camino. Realmente nunca lo hubo, porque ahora la esposa comprende que ir hacia el Amado no era otra cosa que ir hacia ella misma, que sumergirse en el hondón de su ser. En estos momentos que anuncia su vuelo sobrenatural, comprende que da igual el ir o el venir hacia lo alto—el aire—o hacia lo hondo—el agua–. Ir al Amado es ya ir hacia ella misma. La intuición del cese de la dualidad que había experimentado al inclinarse sobre la alfaguara se ha cumplido. Abrazarse a sí misma es ya abrazar a Dios. 

De ahí que el Amado hable por primera vez en el poema, bautizando a su pareja poética con el nombre aéreo de paloma, que la proclama como un nuevo ser dotado de la capacidad de vuelo y geminada por lo tanto a la incorporeidad etérea con la que siempre asociaos a la Divinidad. La huída del metafórico ciervo vulnerador de la primera lira era pues un espejismo, pues lo que realmente hacía el Amado era acudir velozmente en pos de su amada. El lugar del encuentro no podían ser aquellos montes y valles del espacio visible, sino el espacio innombrable del ápice del alma, donde único podemos reflejar al Dios vivo que llevamos dentro.

Atrás quedó pues el deseo y el humilde si condicional que interponía la esposa al momento de inclinarse ansiosa sobre la fuente. Algo crucial ha sucedido justamente entre las dos liras: en una se intuía la unión mística; en la otra, ésta se celebra con asombro. El éxtasis o salida de sí queda patente cuando la esposa pide clemencia: ¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo!” Y, en efecto, va de vuelo mientras lo dice. Se ha roto la tela del dulce encuentro en este plano trascendido de conciencia donde los espacios y los tiempos se anulan. 

¿Pero exactamente de qué manera ha ocurrido el instante mismo de la experiencia mística? ¿Cómo nos comunica San Juan el paso inimaginable del plano terrenal al plano eterno? ¿Cómo sugiere el momento en cúspide donde el alma descubre de manera intempestiva—así lo sentía Teresa de Jesús en las sextas moradas–que ha abandonado su limitada ipseidad para pasar a compartir la esencia infinita de Dios? San Juan no puede decir nada de ese vuelo del espíritu. Ha quedado sin palabras. Recordemos su precaución solemne: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene” (LB 2,21). El poeta pasa en silencio las particularidades del trance que tanto deseó vivir, y que luego llegó a experimentar, y lo coloca en el intersticio reverente que separa ambas estrofas. En el espacio de ese impronunciable allí es donde se ha rasgado la tela del encuentro, no empece no nos sea dado escuchar el jubiloso crujir del velo separador haciéndose trizas. Entre la súplica desiderativa—si […] formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados—y el hallazgo descomunal–¡Apártalos Amado, /que voy de vuelo!—hay un instante al blanco vivo que contiene, en su oquedad invisible, el mismísimo éxtasis infinito que todo el “Cántico” celebra. Imposible decirlo: el que lo sabe, no lo dice; y el que lo dice, es porque no lo sabe. Lo único que nos es dado percibir es el preñado silencio que separa las dos liras del poema. El más respetuoso, el más sapiencial de todos los silencios. 

Es justamente en ese espacio mudo que hemos pasado, in ictu oculi, del ego al Unus/ambo, del mundo sensible al mundo incorpóreo, de la búsqueda del Amado a ser el Amado mismo. “Del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero”. San Juan no quiere hablar, y calla. Sólo así evitará desacralizar el milagro unitivo indecible. 

Pero éste no es el único verso silente del “Cántico espiritual”. Reparemos de nuevo en el extraño verso que sigue a continuación del grito extático de la esposa: “Apártalos, Amado”. A esta exclamación suplicante sigue un endecasílabo: “que voy de vuelo / vuélvete paloma”. Estamos ante el prodigio vivo de un verso que cantan al unísono dos voces, la de la amada y la del Amado. En este endecasílabo, inusitado en las letras áureas, el poeta vuelve a obnubilar la distinción de ambas identidades, porque están en trance de unión. Los vocablos onomatopéyicos “vuelo /vuélvete” silban en nuestros oídos como el aire mismo, gracias a las letras líquidas “v” y “l”: difícil distinguir quién vuela ni quién celebra el vuelo. Es imperativo tener en cuenta la afasia reverente que la palabra aire o brisa encierra como código espiritual universal, alusivo siempre a la alta noticia de Dios: logos, pneuma, espíritu, prana, ruah, ruh.

Si consideramos este verso etéreo cantado a dúo más de cerca, advertimos que entre las voces “vuelo” y “vuélvete” hay que guardar un minúsculo, imperceptible, preñadísimo instante de silencio. En primer lugar, porque hay un cambio de voz lírica, ya que la protagonista poética anuncia su vuelo a su interlocutor sobrenatural y él le responde haciendo alusión a dicho vuelo del espíritu. El lector del siglo XVI era ducho en arrancar con la impostación de la voz las emociones del texto, que siempre se solía leer a viva voz.

Y lo recuerdo porque es necesario marcar con un breve hiato el cambio de voz poética, el paso sutil de un protagonista a otro. Entre las dos voces etéreas, “que voy de vuelo / vuélvete, paloma” trenzadas milagrosamente en el vórtice mismo del acento en sexta sílaba[4], hay un instante mudo que se detiene, reverente, ante el proceso mismo de una unión indecible.

[4] Como ha advertido Dámaso Alonso (1958), san Juan suele acentuar sus endecasílabos en sexta sílaba.

Es precisamente allí, en la pausa de ese silencio apenas enunciado, que las dos voces se funden en una. Amada en el Amado transformada. Lo sabe bien el poeta: es mejor insinuar la transformación mística al margen de las palabras, pues incluso el más alto de los versos desacralizaría el Misterio. 

San Juan, que siempre habla del éxtasis bajo protesta, reitera su sigilo sublime en la próxima lira. Allí accedemos al más célebre de todos sus silencios–el que ahora surge, reverente, entre el Amado y sus atributos:

Mi Amado las montañas”. Las liras se suceden, centelleantes, en regocijada cascada verbal: “los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos” // La noche sosegada / en par de los levantes del aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora.

Jorge Guillén supo intuir la magnitud del prodigio que nuestro poeta encerró en el primer verso, que celebra el Amor desde la mismísimo cima del éxtasis: “Atengámonos al verso tal como se encuentra, con una pausa que no tiene par: ‘Mi Amado las montañas’. […] Ese blanco—ese instante de silencio—entre el Amado y las montañas designa y ofrece algo que sobrepuja el amor terrenal” (Guillén 1962: 138).

[5] El vocablo es de San Juan de la Cruz.

Guillén no iba descaminado, bien que no apuró más ese misterio que tan bien había intuido: entre el Amado y la infinita esencia divina, reflejada ahora en el alma endiosada[5] de la amada, hay otro instante mudo que marca precisamente la fusión de la esencia de los amantes, ya indistinguibles entre sí.

Como se trata, otra vez, del instante mismo en el que están aconteciendo las bodas ultraterrenales, el poeta vuelva a guardar un respetuoso silencio, y opta por no colocar ningún signo separador entre el Amado y su esencia, que comparte con la Esposa enamorada.

Los contemporáneos de San Juan tuvieron, por cierto, gran dificultad en comprender las extrañas licencias gramaticales del Reformador, que imitan la sintaxis del hebreo original del Cantar de los cantares, que omite el verbo “ser”. Homenajeando los antiguos versos bíblicos, el poeta no dice “Mi Amado es las montañas”, sino “Mi Amado las montañas”. El epitalamio silencia, como es usual en las lenguas semíticas, el verbo “ser” y, al traducir los versículos Cantar, Fray Luis de León, docto hebraísta, se vio precisado a suplir una y otra vez este verbo, que hoy ponemos entre respetuosos corchetes: “¡Ay, cuán hermoso, amigo mío, [eres tú], y cuán gracioso! Nuestro lecho [está] florido” (I,5).

El “Cántico” imita pues tan de cerca la sintaxis del epitalamio que su verso castellano parecería incurrir en un aparente desliz gramatical, “desliz” que por cierto dio mucho quehacer a los primeros copistas del poema, que corrigieron, con alarma, la lira: “Mira Amado las montañas”; “Mi Amado en las montañas”[6].

[6] Cito el manuscrito 125 de las Carmelitas Descalzas de Valladolid y la copia autografa de Ana de San Bartolomé, hoy en Amberes (cf. López-Baralt 1998, p. 140).

Pero San Juan sabe muy bien lo que hace, y en sus glosas a los jubilosos versos nominales, que sustituyen el verso “ser” por una pausa reverente, nos convoca al comprender mejor el proceso inefable de la unión. En la percepción de la Esposa, nos dice en el comentario, el Amado es uno con las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosidad, buen olor), son semejantes a las que le produce el Amado: “estas montañas es mi Amado para mí” (CB 14015, 7).

[7] Cf. Bousoño 1970 y 1990 y López-Baralt 1998/2016.

Los valles solitarios nemorosos le sugieren al alma refrigerio y descanso infinitos, las ínsulas extrañas la convocan al misterio insondable del Amado, y así sucesivamente a lo largo de las liras celebrativas, que Carlos Bousoño percibe como visionarias avant la lettre[7].

Insiste San Juan: “todas estas cosas es su Amado en sí y lo es para ella” (CB 14-15, 5). En el intercambio altísimo del amor, Dios la ha transformado en Sí y ella refleja a su vez la esencia de Él en el espejo infinito de su alma. Dios es pues toda esa miríada de maravillosos espacios, montañas, músicas y noches en la percepción sobrenatural de la desposada. Los tiempos y los espacios no sólo se anulan, como en todo trance extático a salvo de ellos, sino que convergen en la identidad unificada de ambos. Ya ambos son las montañas, los valles y las noches  en esta suprema noche de bodas. Insistir en el verbo ser—“mi Amado es las montañas””—sería insistir en la separación de identidades, y ya ambos son Uno en unión transformante. De ahí la intuición genial de San Juan, que pasa en silencio el instante supremo de la unión mística, ocurrida en el intersticio preñado de infinito que hay que aspirar entre las voces “mi Amado” y “las montañas”. Tuvo, necesariamente, que enmudecer ese instante.

El poeta, célebre por sus imágenes centelleantes, ha rehusado encomendar a unos míseros signos verbales—por hermosos que pudieran ser—el Misterio último. Nos veda el acceso a sus bodas ultramundanas, y tan solo nos permite intuirlas de lejos. Nunca mejor dicho: que nadie lo miraba. Va a solas con su Querido, también en soledad de amor herido. Labra con aire las escenas secretas de la transformación mística y acalla la melodía de los versos, componiendo así su más alta música callada. Deja su palabra poética oculta, inviolable, como su unión con Dios. Estamos ante los mejores versos de San Juan de la Cruz: los versos que inscribió en el silencio. Los supo proteger de la tosca envoltura de la palabra, les sustrajo cadencia musical, les negó imagen. Los escondió, cual tesoro palpitante, en los intersticios invisibles de las liras claves del “Cántico”. Sus versos enmudecidos, más aleccionadores que sus palabras–hermosísimas pero desvalidas–nos aleccionan con su silencio grávido de infinito. Es que solo en silencio podemos celebrar con reverencia el encuentro con el Dios vivo.


Bibliografía

Alonso, Dámaso (1958). La poesía de San Juan de la Cruz, desde esta ladera. (Madrid: Aguilar.)

Armstrong, A.H., ed. (1953). Selections (New York).

Bousoño, Carlos (1990). “Poesía de San Juan de la Cruz”. (Madrid: Boletín de la Real Academia Española, pp. 467-474.)

Bousoño, Carlos (1970). “San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’”. En: Teoría de la expresión poética. (Madrid: Gredos.)

Ferrás Bausán, Jaime (1990)— “Testimonios de San Juan de la Cruz sobre la inefabilidad”” En: María Jesús Mancho Duque, ed., La espiritualidad española del siglo XVI. Aspectos literarios y lingüísticos (Universidad de Salamanca: Salamanca, pp. 143-154). 

Guillén, Jorge (1962). “San Juan de la Cruz o lo inefable místico”, en: Lenguaje y poesía. (Madrid: Revista de Occidente)

López-Baralt, Luce (1985/90)—San Juan de la Cruz y el Islam (Colegio de  México, México. (Madrid: Hiperión).

López-Baralt, Luce (1998/2016)—Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante. (Trotta: Madrid).

López-Baralt, Luce y Pacho, Eulogio (1991/2009/2016)—San Juan de la Cruz—Obra completa. (Madrid: Alianza Editorial).

López-Baralt, Luce, ed. (2013). Repensando la experiencia mística desde las ínsulas extrañas (Madrid: Trotta).

Merton, Thomas (1996). Entering the Silence. (San Francisco: Harper).

Sells, Michael (1994) Mystical Languages of Unsaying. (Chicago: The University of Chicago Press).