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Rafael Luciani – « La centralidad del pueblo en la teología sociocultural del Papa Francisco »

1. La Iglesia Pueblo de Dios en medio de los pueblos y sus culturas

Luego del Concilio Vaticano II, la Iglesia se entiende como Pueblo de Dios llamada a vivir en medio de otros pueblos y sus culturas (LG 17; AG 5). Esta noción pasó a ser el punto de partida de la eclesiología conciliar. Yves Congar afirmó que «en esta orientación bastante nueva está una de las mayores originalidades tanto de la constitución —Lumen Gentium— como del Concilio»[1]. Y es que con ella se destacan dos elementos que producen un importante giro en el modo en que se concibe y sitúa la Iglesia en el mundo. Por una parte, se entiende que la esencia de lo eclesial reposa sobre el estado de creyentes de sus miembros y no en la jerarquía o la institucionalidad (LG 9). Por otra, se reconoce la historicidad de la Iglesia en tanto que esta la afecta y configura a través de los condicionamientos socioculturales en donde va desarrollando su misión evangelizadora (LG 8; 9; 13). «La historicidad de la Iglesia está basada en su vinculación esencial e irrevocable con lo temporal, con lo terreno y con lo humano de este mundo, encarnada como está la Iglesia en la historia».[2] En razón de esa historicidad, la Iglesia necesita siempre de discernimiento, conversión y renovación: Ecclesia semper reformanda.

En este contexto, ni la Iglesia local puede ser entendida como una parte o fragmento de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal como un ente con subsistencia propia. El concilio asume que la Iglesia local es la misma Iglesia universal (LG 26) aconteciendo en un determinado lugar sociocultural, en el que debe insertarse como pueblo peregrino en medio de otros pueblos y sus culturas (LG 13; 17). De este modo, la categoría Pueblo de Dios ve la tarea de la Iglesia «en el esfuerzo de todos los combates por la liberación y la dignidad de los hombres en Jesucristo, no solo en las liturgias de nuestras iglesias, por muy auténticas que sean, sino dondequiera que los hombres sean víctimas del odio, de la explotación, del desprecio, de la falta de amor, de las discriminaciones injustas».[3] Este será el marco en el que la constitución Gaudium et Spes sitúe la presencia y la acción de la Iglesia como Pueblo de Dios en el mundo.

La recepción de esta categoría no ha sido fácil. Es el caso del Sínodo Extraordinario de 1985 realizado para celebrar los veinte años de la clausura del Concilio. Ahí se intentó relativizar la noción en cuestión bajo la premisa de que Pueblo de Dios es uno de los diversos modos con los que el Concilio definió a la Iglesia. Según la relación final del documento sinodal, asumir esta noción como concepto central sería reducir a la Iglesia a una concepción sociológica (SÍNODO, 1985).[4] Esto se apreciará también en la relectura que hará el Sínodo de la Gaudium et Spes. Mientras para los padres conciliares «la Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» y en razón de esta solidaridad puede afirmar que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1); para los padres sinodales —20 años luego del Concilio—, el centro desde donde se ve la realidad histórica y el objeto de la solidaridad, regresa de nuevo a la institucionalidad de la Iglesia: «nos hemos hecho partícipes del gozo y la esperanza, pero también de la tristeza y de la angustia que la Iglesia, dispersa en el mundo, padece muchísimas veces» (SÍNODO, 1985).

Precisamente el Concilio había asumido el discernimiento de la realidad histórica a partir del ser humano concreto, considerado como sujeto de la historia y no como objeto de una salvación extrínseca, de modo que

«la Iglesia se vuelve al hombre concreto, no por lo que este puede llegar a ser (por su posición social o por su educación), sino porque sencillamente es hombre. Lo otro puede venir después, pero de ningún modo es condición para decidir la atención sobre él. Su dignidad no depende de si sabe leer o escribir, si tiene luz o gas natural, sino solo y simplemente porque es hombre creado por Dios. En esto se diferencia el giro antropológico del antropocentrismo».[5]

Esta visión permitió, entonces, volver sobre las personas concretas tomando en consideración la importancia que tiene la realidad sociocultural en la configuración de lo que significa ser humano, una consideración que representó un giro antropológico

«no hacia el hombre abstracto, considerado según cierta idea o concepción de lo que él es ni mirado solo según su naturaleza (lo que seguiría siendo abstracto), sino hacia el hombre concreto, real, histórica e individualmente existente, es decir todo el hombre y cada hombre nacido de mujer, creado por Dios y por Él llamado a participar de su vida que es eterna: y por esto mismo todo el hombre, en todas sus dimensiones —eterna y temporal, espiritual y corporal, individual y comunitaria— todos los hombres y cada uno de ellos».[6]

El gran mérito del espíritu conciliar fue haber entendido que la salvación se da en la historia, no fuera de ella, y toca a todas las dimensiones de lo humano. De ahí la necesidad, inherente a la propia misión de la Iglesia, de contribuir con los procesos de transformación y mejoramiento de las condiciones de vida en este mundo. Por ello, la narrativa conciliar reconoce la autonomía del hombre, de la sociedad y de la ciencia (GS 36), de la cultura humana (GS 59) y del orden temporal en general (AA 7). La base de este enfoque la encontramos expresada en el llamado que hiciera Juan XXIII (Mater et Magistra 155), seguido por el Concilio Vaticano II (GS 88) y Pablo VI en la Populorum Progressio. Veamos cómo lo resume este último:

«este deber concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural y se presentan bajo un triple aspecto: deber de solidaridad, en la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuertes y débiles; deber de caridad universal, por la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros. La cuestión es grave, ya que el porvenir de la civilización mundial depende de ello» (PABLO VI, PP. 44).

Esta eclesiología del Pueblo de Dios responde a una soteriología histórica y relacional, a un modo de salvar de Dios que no se adecua a la visión de una religión privada e intranscendente, sin conexión con lo real y nutrida solo de su expresión litúrgica. Así lo expresa hermosamente la Lumen Gentium: «Dios en su misterio ha proyectado “quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente, sin ninguna mutua conexión, sino constituirlos en un Pueblo” (LG 9). Sobre esta base, Francisco entiende que la Iglesia es esencialmente misionera, en «salida».


Notas

[1] LUBAC, H. De. Paradosso e mistero della Chiesa. Milano: Jaca Book, 1979, 43.

[2] ANTÓN, Á. El misterio de la Iglesia. Tomo I. Madrid: BAC, 1986, 31-32.

[3] CONGAR, Y. Un pueblo mesiánico. Madrid: Cristiandad, 1976, 95-96.

[4] «Toda la importancia de la Iglesia se deriva de su conexión con Cristo. El Concilio describió de diversos modos la Iglesia, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa de Cristo, Templo de Espíritu Santo, Familia de Dios. Estas descripciones de la Iglesia se completan mutuamente y deben entenderse a la luz del misterio de Cristo o de la Iglesia en Cristo. No podemos sustituir una visión unilateral, falsa, meramente jerárquica de la Iglesia, por una nueva concepción sociológica también unilateral de la Iglesia. Jesucristo asiste siempre a su Iglesia y vive en ella como resucitado».

[5] ALBADO, O. C. La pastoral popular en el pensamiento del padre Rafael Tello. Franciscanum, n. 160, 2013, 226.

[6] TELLO, R. Fundamentos de una nueva evangelización. Buenos Aires: Patria Grande-Ágape, 2015, 42-43.

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