Roberto Tomichá Charupá
« El convivir ecológico-nomádico de los pueblos amerindios: Una narrativa profética, simbólica y mística »
Concilium 2018-5. Ökologie und Theologie der Natur
Concilium 2018-5. Ecology and Theology
Concilium 2018-5. Ecología y teología de la naturaleza
Concilium 2018-5. Écologie et théologie de la nature
Concilium 2018-5. Ecologia e teologia della natura
Concilium 2018-5.
Linda Hogan, João Vila-Chã, Agbonkhianmeghe Orobator
Para los diversos y variados pueblos originarios del Abya Yala la “ecología” no es sólo una temática, un proyecto o una preocupación urgente ante los acelerados cambios climáticos de estas últimas décadas; es, ante todo, una experiencia milenaria, una vivencia humano-cósmica o, mejor todavía, una convivencia de interrelación entre todo cuanto existe que, en última instancia, adquiere su sentido profundo en la espiritualidad, en la mística profética cotidiana, fundamento de toda la realidad. Esta espiritualidad es expresada, comunicada y recreada en símbolos mítico-rituales cambiantes que con diversos nombres intentan acercarse al Símbolo último, fuente y generador de Vida plena.[1]
Por cierto, como expresa el teólogo kuna Aiban Wagua, “las reflexiones de nuestros pueblos originarios tienen profundas diferencias entre sí, no sólo de lenguas o formas y giros de comunicación, sino también de contenido, enfoque, método, cosmovisión, coherencia interna;” [2] no obstante, se intenta señalar algunos rasgos comunes, entre ellos, la narración y la mística cotidiana, que a su vez dejan traslucir el profetismo indígena muy marcado por lo simbólico-celebrativo. En tal sentido, a partir de la experiencia o convivencia humano-cósmica de los diversos pueblos indígenas, es posible postular una “ecoteología india-cristiana” con sus acentos peculiares.
En el presente trabajo se considera en modo particular la vivencia de algunos pueblos del Abya Yala, muchos de los cuales “conquistados” por españoles y portugueses y, por tanto, “tocados” e incluso “cristianizados”. En estos “encuentros”, generalmente asimétricos y dramáticos, muchos indígenas han sabido conjugar con creatividad los saberes y las propias tradiciones ancestrales con el testimonio cristiano recibido, gracias a una espiritualidad ecológica, nomádica y regeneradora, aprendida del entorno cósmico. En otras palabras, los pueblos amerindios al contemplar “resiliencia ecológica” han incorporado en sus vidas una mística socio-ecológica también resiliente.[3] Es lo que se intenta insinuar en las páginas siguientes.
1. El ser humano, “simplemente uno de los hilos del tejido de la vida”: una profunda sensibilidad a las biodiversidades
Los principios de convivencia del ser humano con su entorno fueron muy bien señalados en 1855 por el jefe Seattle de los nativos pieles rojas en su carta-respuesta al presidente de los Estados Unidos de América, Franklin Pierce. Más allá de las diversas versiones del texto, quedaba clara la estrecha vinculación e interdependencia del indígena con la tierra-madre: “la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra. […] la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra.”[4] Por cierto, ser humano “no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos”, de allí que debe cuidar la vida, pues “todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.”[5] En definitiva, toda persona humana al cuidar el espacio de vida de su entorno, simbolizado por la tierra, se cuida a sí misma. Para ello se requiere una profunda sensibilidad afectiva y contemplativa, que permite acoger y reconocer las biodiversidades, a veces minúsculas o escondidas.
El jefe Seattle expresaba además un rasgo común a los pueblos amerindios: “todas las cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo”. Este principio de relacionalidad o de conectividad entre todo cuanto existe permite evitar todo dualismo antropocéntrico o dialéctica de la contraposición excluyente o de poder androcéntrico hacia las/os demás y todo el ecosistema. Según la experiencia indígena, todo está relacionado con todo, desde el microcosmos al macrocosmos: seres humanos, seres vivientes, naturaleza (ríos, montañas, bosques, piedras…). Todo tiene vida. El fundamento de esta vivencia amerindia radica en la “sacralidad” simbólica de la realidad cotidiana, experimentada como manifestación de lo divino, que no excluye modos, formas, tiempos o espacios para darse a conocer o revelarse. En efecto, la tierra y todo cuanto la contiene – y está a ella vinculada (mares, ríos, vientos, espíritus, “dueños”, ancestras/os…) – es sagrada y, por tanto, requiere el cuidado de todos. De allí que la idea de vender la tierra, los cerros, el agua, los ríos, los bosques… sea completamente ajena a la vivencia indígena tradicional.
Al respecto, la teología cristiana y el mismo magisterio católico están recuperando en los últimos tiempos esta sensibilidad contemplativa del cosmos, para un encuentro más armónico y fraterno-sororal con todas las creaturas, siguiendo la propuesta de Francisco de Asís (1191-1226), quien “predicaba a las flores, a los bosques, a los árboles y a las piedras, como si estuvieran dotados de razón.”[6] También el paleontólogo Teilhard de Chardin (1881-1955) concebía el universo formado por “hilos”, como “trama cósmica” y en “inter-relación de convergencia.”[7] A propósito, esta dimensión relacional, recíproca y complementaria ha sido recuperada por el mismo Papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (24.05.2015), según el cual “todo está conectado” (LS 16, 91, 117, 138, 240), “todo está relacionado” (LS 70, 120, 142): ser humano-creación, masculino-femenino, varón-mujer, persona-comunidad, razón-corazón, vida-muerte, día-noche, encarnación-escatología, uno-múltiple, teoría-práctica, fiesta-trabajo, palabra-gesto….[8] De igual manera, “el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones […], un sinnúmero de constantes relaciones que se entrelazan secretamente” (LS 240). Por consiguiente, es necesaria una mirada contemplativa para experimentar aquella íntima conexión entre Dios y sus creaturas, pues un místico – como, por ejemplo, Juan de la Cruz – “siente ser todas las cosas Dios” (LS 234).
En definitiva, en términos cristianos tradicionales, el fundamento último de la vivencia ecológica indígena se podría decir con las palabras de Francisco de Roma, siguiendo al teólogo Buenaventura de Bagnoreggio (1217-1274): “toda criatura lleva en sí una estructura propiamente trinitaria” (LS 239).
2. “La Madre Tierra está viva, llora, camina”: Una cosmovivencia integradora, profética y martirial
Esta experiencia de profunda identidad y reciprocidad del indígena con la tierra-madre fue ya percibida por los misioneros del siglo XVI. En el mundo andino, el jesuita Ludovico Bertonio escribía en 1612 a propósito de la Pachamama (lit. “madre tierra” en aymara y quechua): “la tierra de pan llenar y acerca de los antiguos era nombre de reverencia, por ver que la tierra les daba de comer. Y así decían Pachamama wawamaja: ¡oh! tierra, yo seré tu hijo o tómame o tenme por hijo.”[9] Aunque para los religiosos Pachamama era sinónimo de idolatría,[10] no obstante, percibieron la íntima conexión entre Tierra y Madre articuladas estrechamente por la Vida.
Según los aymaras actuales, la Pachamama no se refiere sólo “a la tierra física donde caminamos, cultivamos y vivimos, sino […] a esa fuerza vital y misteriosa que abarca la globalidad de la existencia”, una fuerza que se objetiva “en la uraqi, jallp’a (tierra)”; ella “sacraliza la tierra”, por tal razón no se la puede profanar, ni “comercializar ni explotarla desmesuradamente.”[11] Para Vicenta Mamani, todo tiene vida y las creaturas son sujetos: “Todo cuanto existe en la naturaleza tiene vida, tiene espíritu y, por lo tanto, convivimos como hermanos y hermanas de la naturaleza, si se quiere como hijos e hijas de la naturaleza. […] nosotros somos una parte de esos seres que existen como sujetos en la naturaleza.”[12] Del mismo modo, Sofía Chipana, en sintonía con Seattle, concibe también al ser humano “como una hebra más dentro del tejido de la vida […] donde se establece la integridad de la creación, del cosmos.”[13] Por su parte, Calixto Quispe reafirma el Símbolo generador de Vida, es decir, la Pacha que sostiene todo, “el eterno misterio, el nido donde creemos existir dentro del universo vital cósmico. […] casa grande, el nido de vida donde el espíritu nos hace vivir en armonía […] nido de los espíritus protectores.”[14] Es muy interesante la imagen de casa, nido, que acoge todo cuanto existe, tiene vida y genera vida, incluyendo por supuesto a quienes ya pasaron por este mundo: las/os abuelas/os y ancestras/os. Es una imagen que expresa también lo femenino en el cosmos.
Desde el Caribe el teólogo kuna Aiban Wagua, al reflexionar su propia experiencia, señala también aquella profunda relación e interconexión entre el ser humano y la tierra, entre toda persona humana y su entorno. El ser humano “viene de la tierra y en ella encuentra su hominización definitiva”, la cual “no se da separada de la maternidad permanente de la tierra, se da gracias a ella”; por tanto, “la Madre Tierra está viva, llora, camina; no solamente estamos ante un cuadro simbólico de ideas, sino que la estamos sintiendo así, viva e influyendo en todas nuestras acciones.”[15] En otras palabras, existe mutua convivialidad, influencia recíproca e incluso, en cierta medida, mutua interpenetración entre el ser humano y su entorno simbolizado por la tierra viviente, cual expresión dinámica del Ser supremo, Creador o Hacedor, que acompaña y da Vida al cosmos. De allí la estrecha interrelación entre Ser Supremo y Madre Tierra, que tiene a la Vida como núcleo transversal común en sus variadas dimensiones: abiertas e integradoras; intrapersonales y relacionales; comunitarias y cósmicas…
Por cierto, tal concepción de la vida está avalada por la tradición de muchas/os abuelas/os o sabias/os originarias/os. En el caso del pueblo kuna, “el saila Iguanabiginia diría plásticamente que nuestras raíces, nuestra mente, nuestras fuerzas, nuestra vida estaban ya insertas en el seno de la madre Tierra cuando ella nacía.”[16] Por tanto, la relación con la Tierra constituye una parte de la misma identidad del ser indígena, pues “si llega[ra] a separarse de la Madre Tierra (un absurdo), perdería su identidad, dejaría de ser hombre, perdería su relación, su categoría en el universo. Se trata de una superrelación: tanto en la vida como en la muerte nos acompaña la Madre Tierra.”[17] Por eso, en general, desde la vivencia indígena, más que ver o comprender, el cosmos se “siente” y con él se convive: “más que hablar de cosmovisión se debía hablar de cosmosentimiento o cosmosensación o experiencia cósmica de la vida.”[18]
Desde el magisterio católico el Papa Francisco reconoce las sabidurías ancestrales indígenas, cuando afirma: “Para ellos, la tierra no es un bien económico, sino don de Dios y de los antepasados que descansan en ella, un espacio sagrado con el cual necesitan interactuar para sostener su identidad y sus valores” (LS 146). Más explícitamente, la IV Conferencia de obispos de América Latina y el Caribe reunida en Santo Domingo (1992) había expresado que para las/os indígenas la tierra “es vida, lugar sagrado, centro integrador de la vida de la comunidad. En ella viven y con ella conviven, a través de ella se sienten en comunión con sus antepasados y en armonía con Dios” (DSD 171). En tal sentido, la Tierra-Madre-Símbolo permite articular y fundamentar una profunda experiencia religiosa ecológica en estrecha sintonía con el “propio proyecto histórico” indígena de cuidado de la casa común. No se trata sólo de “pedir permiso para sembrar y no maltratarla” (DSD 171), sino de luchar e incluso dar la vida por defender la creación, como es el caso de muchas hermanas y hermanos. De este modo, la espiritualidad indígena puede desembocar en el martirio por la defensa de la “casa común”, un martirio ecológico. Así la narrativa cotidiana indígena eminentemente simbólica, profética y mística confluye en la donación de la propia vida. Para ello, sin embargo, se requiere estar siempre en movimiento.
3. “Vivir en cuevas era un privilegio”: La memoria nomádica como “estar siempre en camino”
Como se ha expresado, la Tierra es experimentada por los indígenas como una Madre que vive, llora y camina y, por tanto, se mueve, se traslada y cambia. Esto comporta para las hijas e hijos una actitud o postura dinámica, siempre abierta a lo nuevo que pueda aparecer o al dejarse sorprender en el camino. A propósito, según el teólogo mesoamericano del pueblo zapoteca, Eleazar López, “el nomadismo es el punto de partida y la referencia obligada de todos los pueblos indígenas de América”; así vivieron durante “más del 70% de [su] caminar histórico,”[19] cuando “vivir en cuevas no era una deshonra, sino un privilegio.”[20] De este tiempo dataría el sentido ecoteológico mesoamericano de estrecha vinculación y mutua afectación persona-naturaleza, denominado nagualismo, según el cual “cada ser humano tiene su contraparte animal en la naturaleza. Lo que le pasa al nagual o tona le pasa automáticamente a su cuate humano.”[21] De allí la necesidad de cuidar la casa común, pues al dañarla o matarla, se daña y muere la propia persona.
En otras palabras, el principio ecológico de convivencia armónica con la creación, sin dominio ni explotación, habría surgido de aquella milenaria experiencia errante, donde la naturaleza era la manifestación privilegiada – e incluso “sacramento”, en términos cristianos – de lo Divino.[22] En cuanto a la relación o percepción de lo Divino, según López, “más que Padre o Madre, Dios es ahora un Hermano, un Compañero de camino, un Cuate”; así la persona sería en cierta medida “co-creadora” y la naturaleza “el resultado de la obra creadora de Dios y del ser humano.”[23]
En el caso del pueblo guaraní, “el verdadero Padre Ñamandú […] con su saber que se va abriendo, hizo que se reprodujesen las llamas y la neblina […] Nuestro Padre hizo que se abriese la palabra fundamental y que se hiciese como él, divinamente celeste.”[24] Por tanto, como en la Biblia cristiana, todo cuanto existe fue hecho por la palabra, por la sabiduría creadora. Así la tierra “es comparada con un cuerpo murmurante” y el cosmos es la “corporificación sacramental del Dios invisible.”[25] En el cosmos-tierra existen “dueños” de la naturaleza, que “representan las creencias religiosas más arcaicas,”[26] nomádicas. Tales “dueños” o cuidantes garantizan el equilibrio y son al mismo tiempo temidos e invocados con frecuencia, incluso por indígenas cristianos. En esta actitud reverente es posible comprender el “estar en camino” hacia la “tierra sin males” (yvy marãne’y) como expresión de búsqueda permanente, de libertad creativa, sobre todo en momentos de contrastes, exilio y destierro, que requieren no poca “resiliencia ecológica”.
Por todo lo expuesto, se podría decir que existe una memoria nomádica en la vivencia cotidiana amerindia, que se manifiesta, por supuesto, en los mitos y ritos propios y, por tanto, ha de ser tenida muy en cuenta como dimensión fundamental y estructurante en la ecoteología amerindia cristiana. Ésta sería constitutivamente nomádica en el sentido de estar siempre en camino, no siempre en lo físico-geográfico, pero seguramente en psíquico-espiritual, toda vez que la mística cotidiana es constitutivamente movimiento interior, profecía de vida plena, martirio reconciliador de armonía. En el caso del nomadismo histórico, tiene mucha relación con el simbolismo cotidiano y vivencial, cuya convergencia celebrativa es, por supuesto, la Madre Tierra, pero como una de las expresiones simbólicas de lo Divino Último donde confluyen –como hilos o hebras de una red o tejido– otros nombres semánticamente parecidos,[27] que están presente en la “Morada Divina” o “Casa Grande” de la gran familia humano-cósmica.
Para concluir, a partir de la sabiduría de los pueblos amerindios, queda mucho trabajo para la ecoteología contemporánea, especialmente “recuperar los paradigmas cosmológicos” perdidos para asumir, por una parte, el reto urgente de “una espiritualidad que valore el cuerpo de los seres humanos y el cuerpo terrestre,”[28] y, por otra, recuperar aquel “principio dinámico del universo, muchas veces identificado con la mujer”, como sucede en el pueblo guaraní, donde Jasuka es el “símbolo más arcaico heredado del período pre-neolítico y su vínculo con el sexo sugiere que en tiempos pasados la mujer era reverenciada como madre y fuente de vida.”[29]
[1] Cf. Roberto Tomichá Charupá, “Espiritualidades amerindias relacionales. Aproximaciones preliminares”, Perspectiva Teológica, Belo Horizonte, v. 49, n. 2 (2017) pp. 329-351.
[2] Aiban Wagua, Rasgos esenciales de una fe indígena inculturada. Visión indígena, en Hacia una Teología India Inculturada, Simposio, Santafé de Bogotá, 21-25 abril de 1997; texto inédito; ponencia, p. 16.
[3] Se entiende por resiliencia socio-ecológica a “la propensidad de un sistema de retener su estructura organizacional y su productividad tras una perturbación. La resiliencia tiene dos dimensiones: resistencia a los shocks (eventos extremos) y la capacidad de recuperación del sistema”. Miguel A Altieri y Clara Inés Nicholls, “Agroecología y resiliencia al cambio climático: principios y consideraciones metodológicas”, Agroecología 8 (2013) pp. 7-20, 9.
[4] Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos, 1855, en http://ciudadseva.com/texto/carta […], 01.05.18.
[5] Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos, 1855, en http://ciudadseva.com/texto/carta […], 01.05.18.
[6] “Floribus certe, silvis, lignis et lapidibus, ac si ratione vigerent, predicabat”, Jacques Dalarun, “Thome Celanensis Vita B. Patris Nostri Francisci”, Analecta Bollandiana 133 (2015) p. 48, r. 29-31 y p. 57, r. 8-9; versión italiana, Jacques Dalarun, La Vita ritrovata del beatissimo Francesco, Milano: EBF, 2015, pp. 66 y 88, nn. 36 y 65.
[7] Más detalles: Roberto Tomichá Charupá, “Teilhard de Chardin y los pueblos indígenas. Una lectura preliminar”, en Voices, New Series, vol. XXXVIII (2015-2) pp. 155-166; pdf en la red.
[8] Cf. Roberto Tomichá Charupá, “Trinidad y Buen con-vivir. Presupuestos para una lectura teológica amerindia”, Spiritus (edición hispanoamericana) año 57/2, n. 223 (2016) pp. 102-120.
[9] Ludovico Bertonio [1612], Vocabulario de la lengua aymara, Impreso en la casa de la Compañía de Jesús de Juli, pueblo en la Provincia de Chucuito; versión digital por el Instituto de Lenguas y Literaturas Andinas-Amazónicas (ILLA-A), La Paz, 2011, 420; pdf en la red.
[10] “También adoran […] a la Tierra Pachamama y al mar Mamacocha”, José de Acosta, De procuranda indorum salute, libro V,IX,10; Corpus Hispanorum de Pace, vol. XXIV, Luciano Pereña (ed.), Madrid: CSIC, 1987 [1588], p. 254.
[11] Martín Mamani Yujra, “Pachamamaru Qhispiyapxañani (Salvemos a la Madre Tierra)”, en Vicenta Mamani Bernabé et al., Pacha: Pachamamampi suma qamasiñani-Convivimos bien con la naturaleza, Espiritualidades originarias 5, Cochabamba: ILAMIS-EVD, 2009, p. 49.
[12] Religión digital, 28.01.2016, en: http://www.periodistadigital.com […], 13.03.2016.
[13] Sofía Chipana, Una lectura teológico-pastoral de la justicia, paz e integridad de la creación desde una “perspectiva bíblica del Buen Vivir”, Seminario JPIC-CLAR, Lima 3-5.11.2014; texto inédito.
[14] Calixto Quispe Huanca et al., Pacha, Espiritualidades originarias 1, Cochabamba: ILAMIS-EVD, 2007, 10-12.
[15] Aiban Wagua, Rasgos esenciales de una fe indígena inculturada, ponencia p. 4.
[16] Aiban Wagua, Rasgos esenciales de una fe indígena inculturada, ponencia p. 13.
[17] Aiban Wagua, Rasgos esenciales de una fe indígena inculturada, ponencia p. 13.
[18] Aiban Wagua, Rasgos esenciales de una fe indígena inculturada, ponencia pp. 4-5.
[19] Eleazar López Hernández, Teología india. Antología, Cochabamba: EVD, 2000, p. 32.
[20] Eleazar López Hernández, Teología india, 34.
[21] Eleazar López Hernández, Teología india, 35.
[22] “en el nomadismo la naturaleza aparece como la mediación más importante de Dios”. Teología india, p. 33.
[23] Eleazar López Hernández, Caminos de Teología India, en Hacia una Teología India Inculturada, ponencia inédita, p. 6; publicada en parte en el libro antes citado.
[24] León Cadogan, Ayvu rapyta. Textos míticos de los Mbyá-Guaraní del Guairá, São Paulo: USP, 1959, p. 29; cf. Bartomeu Melià, La experiencia religiosa guaraní, en Manuel Marzal et al. (eds), Rostros indios de Dios. Los amerindios cristianos, Quito: Abya Yala, 1991, 267-322, 279.
[25] Graciela Chamorro, Teología Guaraní, Quito: Abya Yala, 2004, p. 26.
[26] Bartomeu Melià, La experiencia religiosa guaraní, p. 299.
[27] Así, por ejemplo, “el Fuego Nuevo, el Viento Huracanado, el Manantial de Agua o la Cascada, el Cerro Proveedor de vida o Protector de la comunidad”. Eleazar López Hernández, Teología india, p. 33.
[28] Graciela Chamorro, Teología Guaraní, p. 26.
[29] Graciela Chamorro, Teología Guaraní, p. 25.
[1] Jacques Le Goff, Saint François d’Assise. Paris : Gallimard, 1999, p. 7.
[2] Cf. Lázaro Iriarte, Vocazione Francescana: Sintesi degli ideali de San Francesco e di Santa Chiara. Casale Monferrato: Piemme, 1987, p. 223; Margaret Wertheim, Uma história do espaço, de Dante à Internet. Rio de Janeiro: Zahar, 2001. Seguindo as representações do espaço, categoria fundamental para entender “natureza”, a autora sublinha a passagem da representação simbólica para uma representação “fisicalista” cheia de consequências no começo do Renascimento.
[3] Cf. Laure Solignac, « François d’Assise, les animaux et l’obéissance ». In: Christus nº 21, Janvier 2014, p. 32.
[4] Cf. As pesquisas e publicações de Caetano Esser se tornaram exemplo da nova exegese. Cf. especialmente Origens e Espírito Primitivo da Ordem Franciscana. Petrópolis: Vozes, 1972.
[5] Cf. Aldir Crocoli; Luiz Carlos Susin, A Regra de São Francisco de Assis. Apresentação e comentários. Petrópolis: Vozes, 2013.
[6] Cf. Jean-Marie Roger Tillard, Diante de Deus e para os homens: O projeto dos religiosos. São Paulo: Loyola, 1975, pp. 118-119.
[7] Cf. Marc Charron, De Narcisse à Jésus: La quête de l’identité chez François d’Assise. Montréal/Paris: Paulines/ Cerf, 1992.
[8] Tomas Celano, Vita Prima, II, 3.
[9] Testamento, I, 1-3.
[10] Frei Francisco e o Movimento Franciscano. Petrópolis: Vozes, 1986.
[11] Tomas Celano, Vita Secunda, XXX, 171.
[12] Cf. Lázaro Iriarte, opus cit., p. 219.
[13] Legenda Maior, XIII, 11 – ênfase nossa.
[14] Legenda Maior, VIII, 1 – ênfase nossa.
[15] Laure Solignac, opus cit., p. 41.
[16] Vita I, XXI, 61.
[17] Legenda Maior, V, 9.
[18] Tomas Celano, Vita I, XXI, 58. Os parágrafos seguintes são também ilustrativos.
[19] Cf. Eloi Leclerc, O Cântico das criaturas ou os símbolos da união. Petrópolis: Vozes, 1999 (2ª ed.), p. 17 ss.
Abstract
Los diversos y variados pueblos originarios del Abya Yala han convivido desde milenios con el cosmos en interrelación cotidiana de mutua reciprocidad y aprendizaje. A partir de una profunda espiritualidad sentida, vivida y expresada en símbolos mítico-rituales en permanente transformación, como la Madre Tierra, han sabido superar situaciones difíciles luchando siempre por la Vida plena y auténtica. Se trata de una sabiduría nomádica, comunitaria y resiliente que la ecoteología amerindia cristiana intenta recoger y compartir en categorías occidentales para enriquecer la pluralidad teológica.
Author
Roberto Tomichá Charupá, de familia indígena chiquitana. Doctor en misionología, con estudios lenguas clásicas, historia eclesiástica y antropología cultural. Director del programa de posgrado en Misionología en la Facultad de Teología “San Pablo”, Universidad Católica Boliviana, sede Cochabamba. Docente invitado en Roma, Bogotá y Petrópolis (Brasil). Fue miembro del Equipo de Teólogas/os de la CLAR y actual asesor teológico del CELAM. Ha publicado libros y artículos en revistas especializadas. Editor de la serie Scripta autochtona-Historia indígena de las Tierras Bajas sudamericanas.
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Instituto de Misionología, Facultad de Teología “San Pablo”, Calle Oruro E-492 esq. Av. Ramón Rivero, Cochabamba – zona centro, Tel. +591.4.4293100, int. 141.