1. Al filo del agua: un cautiverio religioso

Agustín Yáñez (México 1904-1980) logra en Al filo del agua una gran novela en la que el protagonista y actor principal es el pueblo entero, en su conjunto. Se trata de la misma estructura de base que se trabaja en novelas como Los recuerdos del porvenir La mala hora de García Márquez. Se trata incluso de un pueblo sin nombre porque podría ser “cualquiera de los del arzobispado”. 

El título de la obra alude a un tiempo límite (axial) entre lo que ha habido cíclicamente y lo que va a venir que será diferente. Los hechos anuncian la revolución mexicana que llega (al pueblo, desde el norte), pero también anuncian un cambio sutil pero real en las costumbres morales de la población. Esos cambios se perciben y empiezan a producirse en el transcurso mismo del acontecer novelístico. 

Se trata de un poblado en el que la vida está regida por la iglesia católica, desde una sola parroquia central. El campanario y el púlpito determinan las fiestas, las costumbres, las relaciones… nada ni nadie se escapa a este control. La categoría de cautiverio espiritual y religioso explicaría bien la situación. Pedro Trigo en su obra ya mencionada califica la situación como de “régimen de cristiandad” y sí, lo es… pero no sólo es eso. Los fieles o parroquianos se encuentran realmente cercados por los dictámenes del párroco quien controla las prácticas sociales y las conciencias y las vidas en su totalidad: El matrimonio frustrado de Merceditas Toledo y sus angustias de arrepentimientos por su noviazgo es una de las muestras más dramáticas. Hablando del cura, Dionisio María Martínez, el narrador no deja duda alguna:

El confesionario es el centro de sus actividades, el punto desde donde dirige la vida -las vidas- de la comarca. Penitentes primerizos o empedernidos, fieles de comunión diaria o reacios,  todo caso le merece atención especial y a ninguno despacha con ligereza… no es confesor de fórmulas hechas para casos idénticos, y en esto radica su fuerza de compunción. Habitualmente humilde, allí se transfigura, severo y solemne…

Entre el confesionario y los “Ejercicios de encierro”, en los que la imaginación desbordada por el predicador produce escalofríos, se controla la moral del pueblo, especialmente en lo que toca al sexto mandamiento. Las mujeres deben mantener su mirada baja y cubrirse adecuadamente tanto en su ropa como en el interior de sus casas para no provocar los insanos deseos de los hombres. Las noches del poblado están atravesadas por sudores de represión.

La imagen de Dios que presenta Yáñez, es una imagen que responde claramente a un Dios de terror, colérico y vengador que no permite que sus fieles se escapen del castigo eterno que les ha de venir por sus ligerezas morales o su falta de cumplimiento de la normas eclesiales. Su representante en la tierra: el cura párroco –portador de la ley- es la autoridad encargada de que los tormentos del infierno no se olviden. 

Pero la novela deja ver que estamos “al filo” del cambio. Suicidios, asesinatos, huidas en las madrugadas, anuncian que otro tiempo vendrá. Y no serán suficientes los cambios que el padre Reyes, ya desde otra teología y espiritualidad quiere introducir, porque presiente que esta represión se ha agotado:

Resueltamente no -pensaba el padre Reyes-, no es mejor la rigidez como método de dirección espiritual, ni menos para temperamentos débiles, como el de este muchacho, como el de tantas muchachas a quienes el padre José María inspira un sentido sombrío de la existencia. ¿Para qué? ¿Para que al primer choque con la realidad fracasen? ¿Para que los lazos que los unan con Dios sean lazos de temor y no de amor? Precaria y falsa piedad la que se asienta en terreno cenagoso. ¡Pantano de angustias, propicio al desarrollo de todos los morbos, concupiscencias e hipocresías!

Podemos decir y pensar que la novela, al mismo tiempo que nos deja ad portas de la revolución, propone el fracaso de este modelo de teología y espiritualidad y anuncia la necesidad de un modelo alternativo.

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